Algo no estaba bien, podía sentirlo.
Se removió contra las sábanas,
tratando de mantener el calor pegado a su cuerpo todo lo que pudiera, todo lo
que le era humanamente posible con sus escasas fuerzas. Porque estaba agotada.
Había bebido demasiado, había entrado en la embriaguez sin sentirse preparada
para hacerlo y eso la ponía de mal humor. Porque ella no era así. Ella era
medida, segura, firme. Jamás actuaba de manera impulsiva y el haberlo hecho en
ese momento por… Ni siquiera podía terminar el pensamiento.
Se levantó de la cama, gruñendo y
refunfuñando, arrastrando los pies en dirección a la cocina muy lentamente. En
su camino encendió un cigarrillo, aún cuando su boca seca se quejaba por todo
lo que había fumado y bebido antes de llegar a su casa. Se suponía que ella no
hacía esas cosas, se suponía que ella no actuaba de esa infantil manera
estúpida.
Era su culpa. Todo era su culpa.
Culpa de él.
—Maldito… —gruñó, entrando a la
cocina sin siquiera encender la luz.
Dejó el cigarrillo reposando en sus
labios, alcanzó un vaso y abrió el refrigerador, sirviéndose jugo de frutilla.
Le dio otra calada al cigarrillo, expulsó el humo por la nariz y bebió
ávidamente, sintiendo el frío liquido dulzón revitalizando un poco sus
sistemas, haciéndola pensar con un poco más de claridad. Sí, todo era su culpa.
Dejó el vaso en la encimera, se
llevó el cigarrillo de vuelta a los labios y gruñó otra vez. Había llegado solo
a perturbar su estabilidad mental. Había llegado solo a molestarla con sus
palabras, con su forma de ser. Pero… era tan dulce.
—No —detuvo sus pensamientos
rápidamente, negando con la cabeza—. Él no es dulce. Él es malvado, es
perverso, te agita y te vuelve estúpida. Él no es bueno, tienes que alejarte de
él.
Pero sin importar lo mucho que
trataba de convencerse con esos pensamientos superficiales y fríos, simplemente
no podía dejar de pensar en él. Imaginar su sonrisa cuando hablaban, imaginar
sus ojos sobre los de ella, imaginar sus dedos acariciando la mejilla en un
toque quemante. No podía dejar de pensar, de imaginar mil escenarios en los que
él estuviera cerca, como un torbellino de emociones que ella misma reprimía
todo el tiempo.
Apagó el cigarrillo con agua y lo
arrojó a la basura antes de volver a la habitación, gruñendo, mascullando e
insultando a todo lo que se le pusiera por delante. Todo se lo recordaba y ni
siquiera lo conocía. Bueno, lo conocía un poco, pero en ningún caso sería
suficiente. Se dejó caer sobre la cama y se llevó las manos a la cabeza,
desesperada.
—Sal de mi cabeza —ordenó, apretando
los ojos con fuerza—. Déjame en paz.
Siempre se había enorgullecido de su
pasividad, de su manera de guardar la calma cuando otros no podían. Siempre se
había enorgullecido de ser una mujer que se dignaba de decir que no necesitaba
sentimientos para vivir. Porque sabía lo que dolía, sabía lo que pasaba cuando
sentía cosas tan fuertes como aquellas. Y lo odiaba. No iba a volver a pasar
por eso otra vez.
Golpes a la puerta la sobresaltaron,
obligándola a levantar la mirada del suelo. Miró el reloj de pared y vio las
tres de la mañana. ¿A qué imbécil desquiciado se le ocurría llegar a esas
horas? Los golpes llenaron la estancia de nuevo. No, no iba a abrir, bien
podría tratarse de un psicópata violador o bien de un asesino violador
psicópata. Todos eran iguales. Pero los minutos transcurrieron y cada dos
segundos los golpes a la puerta insistían. Y eso solo lograba acrecentar su mal
humor y su dolor de cabeza.
—Suficiente —gruñó, levantándose de
la cama y tomando su lata de gas pimienta y el bate de acero que alguien le
había regalado alguna vez.
Caminó hasta la puerta sujetando el
bate con fuerza con una mano y recordando los procedimientos de todo lo que
había aprendido. Primero golpear, luego rociar con gas de pimienta, golpear
otra vez y salir corriendo por ayuda. Aunque estaba de tan mal humor que estaba
dispuesta a acriminarse con quien llamaba a su puerta a las tres y media de la
mañana.
Llegó frente a la puerta, se apoyó
contra la muralla y susurró:
— ¿Quién es?
Pasó un largo minuto antes de que
una voz masculina, dulce y cálida le llegara ahogada por la madera que se
interponía entre ellos.
—Abre la puerta —fue todo lo que
dijo la voz.
Ella dejó inmediatamente el bate a
un lado, pero continuó sujetando el gas de pimienta con fuerza. Le quitó los
seguros a la puerta y abrió de golpe, encontrándose con esos ojos insondables
que tanto la exasperaban (gustaban). Él le sonrió y ella gruñó.
— ¿Qué haces aquí?
—Vine a verte —él se encogió de
hombros.
—Son las tres y media de la mañana.
—Estaba ansioso.
—Lárgate —sí, la volvía loca.
—No.
Él entró en la casa rápidamente,
cerrando la puerta de golpe. Ella, por instinto, levantó la lata de gas
pimienta y él sonrió de esa manera socarrona que tanto la sacaba de quicio.
—Dije que te fueras.
—Vanessa, ¿en serio quieres hacer
eso?
—Sí —mintió.
Y oh, él sabía que mentía, podía
verlo en esos ojos audaces y aparentemente fríos que tenía. Y ella podía verse
a sí misma con la palabra “miento” labrada en la frente mientras que su brazo
estirado sujetando la lata temblaba casi frenéticamente. Él dio otro paso al
frente y tomó la lata, arrebatándosela con suavidad mientras besaba su
antebrazo pálido. Vanessa se estremeció.
—Sabes bien —susurró él con una
sonrisa ladina, lamiendo ahora su muñeca.
—Pervertido…
Él se acercó y ella se apartó. Él
sonrió y se acercó otra vez, posando sus manos en las caderas de ella para
mantenerla cerca. Ella le desafió con la mirada, gruñendo, y él atacó su cuello
con fuerza, lamiendo y mordiendo por donde se encontraba su pulso.
—Te gusta —susurró contra el cuello
de ella, sonriendo.
—Jamás —negó, ahogando un gemido
cuando él volvió a morder su cuello.
No podía decir que le gustara, pero
no estaba del todo segura de que lo odiara. El contacto de esa lengua cálida,
húmeda, danzante sobre la piel de su cuello iniciaba un fuego que arrasaba con
lugares de su cuerpo que ni siquiera sabía que podían sentir ese calor. Un
gemido se escapó de sus labios entreabiertos, sonido que no sintió propio.
Escandalizada, sonrojada, puso las manos sobre los hombros de él y trató de
separarse. Él le regaló otra sonrisa antes de lamerse los labios.
—No quieres huir de mí.
—Cristian, para, por favor —suplicó,
sus piernas temblando cuando él la acercó de nuevo.
Podía sentir la erección de Cristian
contra su pelvis, rígida y anhelante. No, no podía escapar de él, tampoco
quería hacerlo.
Él la arrastró tomándole la mano
hasta el sillón y la obligó a sentarse, arrodillándose en el suelo frente a
ella. Sus miradas se encontraron y él se acercó, lamiendo y mordiendo sus
labios. Y Vanessa perdió el norte, cerró los ojos y se dejó llevar por esa
caricia, abriendo la boca y asomando su propia lengua para fundirse en un roce
caliente y húmedo, una batalla de lenguas que hacía despertar sensaciones
desconocidas en su cuerpo, en su piel, en su corazón.
Cristian creó un camino de húmedos
besos desde la boca de Vanessa hasta su barbilla y luego bajando hasta su
cuello otra vez. Sus manos se posaron en los muslos de ella, los acariciaron y
recorrieron de arriba abajo suavemente, con decadencia hasta llegar a la parte
interior, separando sus piernas con apenas fuerza. Vanessa hizo la cabeza hacia
atrás y gimió cuando él puso una de sus manos abiertas contra su centro.
—Quítate la camiseta —ordenó él y Vanessa,
sin saber porqué, obedeció. Se quitó la prenda y la arrojó lejos, un bulto
olvidado—. Duros…
Ella pudo ver como Cristian acercaba
su boca hasta uno de sus pechos, acariciando con los labios el pezón endurecido
antes de asomar la lengua y comenzar a acariciarlo, otra caricia húmeda y
quemante, deliciosa. Vanessa gimió cuando él mordió la sensible piel antes de
comenzar a succionar, una de sus manos acariciando el otro pecho, torturándola,
mientras la otra mano se mantenía fija en su sexo, acariciando lánguidamente
sobre la tela.
La escuchó gemir, gritar y sollozar.
Pudo verla con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, rogando por que se
detuviera. Sentía contra él aquel cuerpo tembloroso y anhelante. El calor se
extendía hasta que todo se transformaba en una sensación nublosa de poder. Sonrió
antes de alejarse, dejándola frustrada e insatisfecha.
—Ven —la ayudó a levantar del sillón
con un brusco movimiento. Ella apenas pudo mantenerse estable sobre sus pies—.
Habitación —dijo, y Vanessa indicó con un dedo por el pasillo.
La empujó en dirección a la
habitación, entrando como un torbellino, arrastrándola tomada de la mano antes
de arrojarla sobre la cama. Ella lo observó desde su lugar, sonrojada y
jadeante. Sí, quería más, ya no podía negarlo.
Se plantó frente a ella, agachándose
y comenzando a retirar los molestos pantalones que cubrían lo que tanto quería
ver. Sentía curiosidad de lo que ella escondía. Le quitó del todo la prenda y
la arrojó lejos. Vio como ella apretaba las piernas y él se encogió sobre ella,
acariciando sus caderas antes de besarle el estómago, creando un camino de
húmedos besos hasta uno de sus pechos, aquel que no había besado. Mordió y
lamió el pezón con ganas mientras una de sus manos descendía hasta el sexo de
la mujer. Logró colar su mano y…
—Mira qué tenemos aquí —sonrió,
levantándose y observando entre las piernas de Vanessa con ojos lujuriosos—.
Quién lo hubiera dicho. Tan recatada y…
— ¡Cállate! —chilló ella,
cubriéndose el rostro con las manos.
Pudo sentir como él alejaba la mano
de su pubis depilado y se sintió vacía, abandonada. Y no le gustó. Observó por
entre los dedos a Cristian, que se había quitado la camiseta y ahora daba
vueltas como un león enjaulado en la habitación. De pronto él se detuvo, alargó
la mano hasta el escritorio y cuando volvió a mirarla le mostró un pañuelo que
normalmente ataba en su cuello. La intriga la invadió.
— ¿Ojos o manos? —susurró él,
acercándose otra vez. Vanessa sintió que se le escapaba el aliento.
—Ojos —decidió al fin, luego de un
largo minuto.
Cristian se acercó, tomó sus muñecas
rápidamente y se las ató con el pañuelo contra uno de los postes de la cama. Vanessa
lo miró con reproche y él sonrió con suficiencia.
—Quiero ver tus ojos.
Se removió contra la presa del
pañuelo, pero él lo había atado firmemente. Lo miró con el ceño fruncido y lo
encontró mirando el montón de plumas que reposaba sobre el escritorio. Parecía
curioso, pero no preguntó. Solo tomó una de las plumas de un hermoso color
violeta antes de dejarla junto a ella sobre la cama y comenzar a quitarse los
pantalones. Por instinto, Vanessa cerró los ojos y trató de relajarse.
Momentos después sintió un suave
contacto contra la piel de sus pechos, un contacto que le hacía cosquillas.
Pero esas caricias no la hacían reír. Esas caricias la… estimulaban. Abrió los
ojos de golpe y se lo encontró sonriendo, mirándola fijamente, casi resoplando.
Ella despegó los labios para quejarse y él asaltó su boca con rudeza otra vez.
Otra lucha de lenguas, de mordidas se inició y él no cesaba los movimientos de
la maldita pluma sobre su sensible piel. Quería gritar, pero con él comiéndole
la boca de esa manera no podía hacerlo. Estaba embriagada de sensaciones.
De pronto él se alejó, dejó la pluma
a un lado y se acomodó sobre la cama, entre las piernas de ella. Besó cada
pecho con dulzura, regresó una mano al sur del cuerpo de ella y la penetró con
dos dedos. Ella gritó, cerrando los ojos y retorciéndose, un grito ahogado de
placer. Satisfecho, comenzó a acariciar con fuerza, de adentro hacia afuera
mientras regresaba a tomar la pluma con su mano libre y volvía a marcar un
camino de suaves caricias sobre los sensibles y endurecidos pezones de Vanessa.
Y cada vez ella gemía más fuerte, cada vez respiraba de manera más agitada.
— ¡Para! —gritó ella, revolviéndose
contra la cama, explosiones de un placer nunca antes sentido estallando en cada
poro de su cuerpo caliente— ¡Por favor!
—Mírame —ordenó, deteniendo
lentamente los movimientos de su mano dentro de Vanessa, pero sin cesar la
caricia de la pluma. Ella le miró, sonrojada—. Admítelo, te gusta. Te excitas
incluso más por la maldita pluma.
—No… —gimió ella, mordiéndose el
labio inferior cuando la pluma bajó hasta su sexo y acarició su clítoris. Sin
poder evitarlo, gritó.
—Mírame y dilo —ordenó de nuevo Cristian,
volviendo a entrar y salir con sus dedos del cuerpo de ella, la pluma
acariciando aún el clítoris de Vanessa, que gemía casi descontrolada—. Di mi
nombre y acéptalo. “Cristian, me gusta”. Dilo. Acéptalo.
Y no supo si era por el sonido de su
voz, por el tono de sus palabras, por las palabras mismas o por todo en
general, pero abrió los ojos y con voz temblorosa dijo:
—Cristian… no pares… me gusta…
Eso fue suficiente para él.
Dejó la pluma a un lado, se estiró y
soltó el pañuelo que mantenía aprisionadas las muñecas de Vanessa. Ella lo miró
expectante y él volvió a contraerse sobre ella, acomodándose entre sus piernas
e invadiéndola de una sola embestida. Y ella gritó contra su oído, gimiendo su
nombre y rogando por más. Le arañó la espalda con fuerza, arqueándose de placer
cada vez que él, en toda su longitud, alcanzaba a tocar ese punto en el que
ella veía puntitos de colores a través de sus párpados cerrados.
Cristian la penetró con fuerza,
sintiendo los talones de Vanessa enterrarse en la parte baja de su espalda. Y
mientras se hacía cada vez más y más espacio en su interior ella le arañaba con
más fuerzas, se inclinaba para morder su cuello y gritaba su nombre otra vez. Y
él tenía que admitirlo. Sentirla tan estrecha, tan descontrolada debajo de su
cuerpo lo ponía incluso más caliente de lo que ya estaba. Se sentía incapaz de
poder pensar en otra cosa que en el maravilloso cuerpo de ella explotando en
oleadas de placer bajo él.
Justo cuando Vanessa pensó que iba a
tocar el cielo, él se detuvo y la abrazó con fuerza. Confundida incluso en la
bruma del deseo abrió los ojos, dispuesta a preguntar con el poco aliento que
podía llevar a sus agotados pulmones. Pero antes de poder decir una palabra, Cristian
giró sobre el colchón, dejándola sobre él y aferrando sus caderas con ambas
manos. Vanessa lo miró, sus ojos obnubilados por el deseo al igual que los de
él, toda vergüenza desaparecida.
—Me hacía ilusión verte así, sobre
mí —susurró Cristian—. No tienes idea lo sensual que te ves sobre mí, Vanessa…
Ella se arqueó, solo su nombre
susurrado por esa voz dulce y masculina haciendo arder incluso más su piel en
una caricia prohibida. Apoyó ambas manos sobre el abdomen de él, sintiendo como
las manos de ese hombre que la volvía loca se atenazaban con más fuerza en sus
caderas. Seguramente esa presión dejaría marcas en su piel, pero no le
importaba. Comenzó a mecerse de arriba hacia abajo, sintiéndolo incluso más
profundamente. Los gritos y gemidos no tardaron en llenar la habitación.
Era la imagen más erótica que había
visto en su vida. Ella, con los ojos casi cerrados, mirándolo a través de esas
oscuras pestañas, reflejando en esos ojos incluso el deseo que él sentía
quemándole las venas desde que la conociera. Ahora más que antes, al verla
desatada y liberada se sentía más atraído. Se sentía como un oso atraído por
una pieza enorme y deliciosa de ciervo. Cierva, en el caso de ella. La cierva
más sensual que había cazado.
Quizás fue porque jamás antes había
experimentado aquellas explosiones de placer, pero no pasaron demasiados
minutos hasta que Vanessa explotó en un orgasmo demoledor, una explosión que
conectó todos sus nervios, volviéndola hipersensible a cualquier caricia. Y él
la siguió, enterrándose más profundo en ella, presionando más fuerte sus caderas
con los dedos, susurrando su nombre con los ojos cerrados. Y ella se derrumbó
sobre su pecho, respirando agitada, totalmente agotada. Cristian no perdió
tiempo en abrazarla, presionándola contra su pecho.
Adormilada sintió los dedos de él,
dejando lánguidas caricias en su columna, provocándole cosquillas. Lo ignoró,
cerrando los ojos y dejándose llevar por el sueño. Por lo menos ya no le dolía
la cabeza.
Cuando abrió los ojos se encontró
sola en su cama, tapada con las mantas hasta poco más arriba de la cintura y
teniendo más calor y hambre del que había sentido en su vida. Suspirando se
sentó, sujetándose la cabeza con una mano y rogando por tener un cigarrillo
entre sus dedos en ese minuto. Miró el reloj de pared, viendo que apenas eran
las diez de la mañana. Y hubiera creído que todo era un sueño de no haberse
encontrado desnuda en su cama.
—Soy la mujer más estúpida de todo
el mundo —gruñó, escondiendo el rostro entre las manos—. Realmente estúpida,
torpe…
— ¿Siempre maldices luego del buen
sexo? —Vanessa levantó la mirada, encontrándose de lleno con él. Cristian la
miraba con expresión divertida y, para su consternación, solo llevaba puestos
los pantalones— Porque no me importa lo que digas, lo de anoche fue genial.
Tenemos que repetir lo de las plumas otra vez, me dejaste intrigado.
— ¿Qué? —inquirió ella, su boca
cayendo abierta de la impresión.
—Jamás pensé que fueras tan sensible
y, ciertamente, tengo mucha curiosidad en saber en qué otros lugares eres tan…
sensible —él caminó hasta ella, por lo que Vanessa solo sujetó las mantas con
más fuerza, tapándose todo lo que podía—. No seas mojigata, si ya vi todo
anoche.
— ¡Cristian! —chilló, tratando de
esconderse mientras él se colaba en la cama junto a ella. Cuando sintió las
manos de él agarrándola de la cintura, casi saltó de la cama— ¡¿Qué crees que
estás haciendo?!
—Voy por el segundo round, ¿no es
obvio?
Y a pesar de que quiso gritar,
maldecir y patalear, pronto se encontró sometida otra vez bajo ese cuerpo
caliente que despertaba emociones inexplicables en ella.
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