jueves, 8 de agosto de 2013

Pluma


Algo no estaba bien, podía sentirlo.

Se removió contra las sábanas, tratando de mantener el calor pegado a su cuerpo todo lo que pudiera, todo lo que le era humanamente posible con sus escasas fuerzas. Porque estaba agotada. Había bebido demasiado, había entrado en la embriaguez sin sentirse preparada para hacerlo y eso la ponía de mal humor. Porque ella no era así. Ella era medida, segura, firme. Jamás actuaba de manera impulsiva y el haberlo hecho en ese momento por… Ni siquiera podía terminar el pensamiento.

Se levantó de la cama, gruñendo y refunfuñando, arrastrando los pies en dirección a la cocina muy lentamente. En su camino encendió un cigarrillo, aún cuando su boca seca se quejaba por todo lo que había fumado y bebido antes de llegar a su casa. Se suponía que ella no hacía esas cosas, se suponía que ella no actuaba de esa infantil manera estúpida.

Era su culpa. Todo era su culpa. Culpa de él.

—Maldito… —gruñó, entrando a la cocina sin siquiera encender la luz.

Dejó el cigarrillo reposando en sus labios, alcanzó un vaso y abrió el refrigerador, sirviéndose jugo de frutilla. Le dio otra calada al cigarrillo, expulsó el humo por la nariz y bebió ávidamente, sintiendo el frío liquido dulzón revitalizando un poco sus sistemas, haciéndola pensar con un poco más de claridad. Sí, todo era su culpa.

Dejó el vaso en la encimera, se llevó el cigarrillo de vuelta a los labios y gruñó otra vez. Había llegado solo a perturbar su estabilidad mental. Había llegado solo a molestarla con sus palabras, con su forma de ser. Pero… era tan dulce.

—No —detuvo sus pensamientos rápidamente, negando con la cabeza—. Él no es dulce. Él es malvado, es perverso, te agita y te vuelve estúpida. Él no es bueno, tienes que alejarte de él.

Pero sin importar lo mucho que trataba de convencerse con esos pensamientos superficiales y fríos, simplemente no podía dejar de pensar en él. Imaginar su sonrisa cuando hablaban, imaginar sus ojos sobre los de ella, imaginar sus dedos acariciando la mejilla en un toque quemante. No podía dejar de pensar, de imaginar mil escenarios en los que él estuviera cerca, como un torbellino de emociones que ella misma reprimía todo el tiempo.

Apagó el cigarrillo con agua y lo arrojó a la basura antes de volver a la habitación, gruñendo, mascullando e insultando a todo lo que se le pusiera por delante. Todo se lo recordaba y ni siquiera lo conocía. Bueno, lo conocía un poco, pero en ningún caso sería suficiente. Se dejó caer sobre la cama y se llevó las manos a la cabeza, desesperada.

—Sal de mi cabeza —ordenó, apretando los ojos con fuerza—. Déjame en paz.

Siempre se había enorgullecido de su pasividad, de su manera de guardar la calma cuando otros no podían. Siempre se había enorgullecido de ser una mujer que se dignaba de decir que no necesitaba sentimientos para vivir. Porque sabía lo que dolía, sabía lo que pasaba cuando sentía cosas tan fuertes como aquellas. Y lo odiaba. No iba a volver a pasar por eso otra vez.

Golpes a la puerta la sobresaltaron, obligándola a levantar la mirada del suelo. Miró el reloj de pared y vio las tres de la mañana. ¿A qué imbécil desquiciado se le ocurría llegar a esas horas? Los golpes llenaron la estancia de nuevo. No, no iba a abrir, bien podría tratarse de un psicópata violador o bien de un asesino violador psicópata. Todos eran iguales. Pero los minutos transcurrieron y cada dos segundos los golpes a la puerta insistían. Y eso solo lograba acrecentar su mal humor y su dolor de cabeza.

—Suficiente —gruñó, levantándose de la cama y tomando su lata de gas pimienta y el bate de acero que alguien le había regalado alguna vez.

Caminó hasta la puerta sujetando el bate con fuerza con una mano y recordando los procedimientos de todo lo que había aprendido. Primero golpear, luego rociar con gas de pimienta, golpear otra vez y salir corriendo por ayuda. Aunque estaba de tan mal humor que estaba dispuesta a acriminarse con quien llamaba a su puerta a las tres y media de la mañana.

Llegó frente a la puerta, se apoyó contra la muralla y susurró:

— ¿Quién es?

Pasó un largo minuto antes de que una voz masculina, dulce y cálida le llegara ahogada por la madera que se interponía entre ellos.

—Abre la puerta —fue todo lo que dijo la voz.

Ella dejó inmediatamente el bate a un lado, pero continuó sujetando el gas de pimienta con fuerza. Le quitó los seguros a la puerta y abrió de golpe, encontrándose con esos ojos insondables que tanto la exasperaban (gustaban). Él le sonrió y ella gruñó.

— ¿Qué haces aquí?

—Vine a verte —él se encogió de hombros.

—Son las tres y media de la mañana.

—Estaba ansioso.

—Lárgate —sí, la volvía loca.

—No.

Él entró en la casa rápidamente, cerrando la puerta de golpe. Ella, por instinto, levantó la lata de gas pimienta y él sonrió de esa manera socarrona que tanto la sacaba de quicio.

—Dije que te fueras.

—Vanessa, ¿en serio quieres hacer eso?

—Sí —mintió.

Y oh, él sabía que mentía, podía verlo en esos ojos audaces y aparentemente fríos que tenía. Y ella podía verse a sí misma con la palabra “miento” labrada en la frente mientras que su brazo estirado sujetando la lata temblaba casi frenéticamente. Él dio otro paso al frente y tomó la lata, arrebatándosela con suavidad mientras besaba su antebrazo pálido. Vanessa se estremeció.

—Sabes bien —susurró él con una sonrisa ladina, lamiendo ahora su muñeca.

—Pervertido…

Él se acercó y ella se apartó. Él sonrió y se acercó otra vez, posando sus manos en las caderas de ella para mantenerla cerca. Ella le desafió con la mirada, gruñendo, y él atacó su cuello con fuerza, lamiendo y mordiendo por donde se encontraba su pulso.

—Te gusta —susurró contra el cuello de ella, sonriendo.

—Jamás —negó, ahogando un gemido cuando él volvió a morder su cuello.

No podía decir que le gustara, pero no estaba del todo segura de que lo odiara. El contacto de esa lengua cálida, húmeda, danzante sobre la piel de su cuello iniciaba un fuego que arrasaba con lugares de su cuerpo que ni siquiera sabía que podían sentir ese calor. Un gemido se escapó de sus labios entreabiertos, sonido que no sintió propio. Escandalizada, sonrojada, puso las manos sobre los hombros de él y trató de separarse. Él le regaló otra sonrisa antes de lamerse los labios.

—No quieres huir de mí.

—Cristian, para, por favor —suplicó, sus piernas temblando cuando él la acercó de nuevo.

Podía sentir la erección de Cristian contra su pelvis, rígida y anhelante. No, no podía escapar de él, tampoco quería hacerlo.

Él la arrastró tomándole la mano hasta el sillón y la obligó a sentarse, arrodillándose en el suelo frente a ella. Sus miradas se encontraron y él se acercó, lamiendo y mordiendo sus labios. Y Vanessa perdió el norte, cerró los ojos y se dejó llevar por esa caricia, abriendo la boca y asomando su propia lengua para fundirse en un roce caliente y húmedo, una batalla de lenguas que hacía despertar sensaciones desconocidas en su cuerpo, en su piel, en su corazón.

Cristian creó un camino de húmedos besos desde la boca de Vanessa hasta su barbilla y luego bajando hasta su cuello otra vez. Sus manos se posaron en los muslos de ella, los acariciaron y recorrieron de arriba abajo suavemente, con decadencia hasta llegar a la parte interior, separando sus piernas con apenas fuerza. Vanessa hizo la cabeza hacia atrás y gimió cuando él puso una de sus manos abiertas contra su centro.

—Quítate la camiseta —ordenó él y Vanessa, sin saber porqué, obedeció. Se quitó la prenda y la arrojó lejos, un bulto olvidado—. Duros…

Ella pudo ver como Cristian acercaba su boca hasta uno de sus pechos, acariciando con los labios el pezón endurecido antes de asomar la lengua y comenzar a acariciarlo, otra caricia húmeda y quemante, deliciosa. Vanessa gimió cuando él mordió la sensible piel antes de comenzar a succionar, una de sus manos acariciando el otro pecho, torturándola, mientras la otra mano se mantenía fija en su sexo, acariciando lánguidamente sobre la tela.

La escuchó gemir, gritar y sollozar. Pudo verla con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, rogando por que se detuviera. Sentía contra él aquel cuerpo tembloroso y anhelante. El calor se extendía hasta que todo se transformaba en una sensación nublosa de poder. Sonrió antes de alejarse, dejándola frustrada e insatisfecha.

—Ven —la ayudó a levantar del sillón con un brusco movimiento. Ella apenas pudo mantenerse estable sobre sus pies—. Habitación —dijo, y Vanessa indicó con un dedo por el pasillo.

La empujó en dirección a la habitación, entrando como un torbellino, arrastrándola tomada de la mano antes de arrojarla sobre la cama. Ella lo observó desde su lugar, sonrojada y jadeante. Sí, quería más, ya no podía negarlo.

Se plantó frente a ella, agachándose y comenzando a retirar los molestos pantalones que cubrían lo que tanto quería ver. Sentía curiosidad de lo que ella escondía. Le quitó del todo la prenda y la arrojó lejos. Vio como ella apretaba las piernas y él se encogió sobre ella, acariciando sus caderas antes de besarle el estómago, creando un camino de húmedos besos hasta uno de sus pechos, aquel que no había besado. Mordió y lamió el pezón con ganas mientras una de sus manos descendía hasta el sexo de la mujer. Logró colar su mano y…

—Mira qué tenemos aquí —sonrió, levantándose y observando entre las piernas de Vanessa con ojos lujuriosos—. Quién lo hubiera dicho. Tan recatada y…

— ¡Cállate! —chilló ella, cubriéndose el rostro con las manos.

Pudo sentir como él alejaba la mano de su pubis depilado y se sintió vacía, abandonada. Y no le gustó. Observó por entre los dedos a Cristian, que se había quitado la camiseta y ahora daba vueltas como un león enjaulado en la habitación. De pronto él se detuvo, alargó la mano hasta el escritorio y cuando volvió a mirarla le mostró un pañuelo que normalmente ataba en su cuello. La intriga la invadió.

— ¿Ojos o manos? —susurró él, acercándose otra vez. Vanessa sintió que se le escapaba el aliento.

—Ojos —decidió al fin, luego de un largo minuto.

Cristian se acercó, tomó sus muñecas rápidamente y se las ató con el pañuelo contra uno de los postes de la cama. Vanessa lo miró con reproche y él sonrió con suficiencia.

—Quiero ver tus ojos.

Se removió contra la presa del pañuelo, pero él lo había atado firmemente. Lo miró con el ceño fruncido y lo encontró mirando el montón de plumas que reposaba sobre el escritorio. Parecía curioso, pero no preguntó. Solo tomó una de las plumas de un hermoso color violeta antes de dejarla junto a ella sobre la cama y comenzar a quitarse los pantalones. Por instinto, Vanessa cerró los ojos y trató de relajarse.

Momentos después sintió un suave contacto contra la piel de sus pechos, un contacto que le hacía cosquillas. Pero esas caricias no la hacían reír. Esas caricias la… estimulaban. Abrió los ojos de golpe y se lo encontró sonriendo, mirándola fijamente, casi resoplando. Ella despegó los labios para quejarse y él asaltó su boca con rudeza otra vez. Otra lucha de lenguas, de mordidas se inició y él no cesaba los movimientos de la maldita pluma sobre su sensible piel. Quería gritar, pero con él comiéndole la boca de esa manera no podía hacerlo. Estaba embriagada de sensaciones.

De pronto él se alejó, dejó la pluma a un lado y se acomodó sobre la cama, entre las piernas de ella. Besó cada pecho con dulzura, regresó una mano al sur del cuerpo de ella y la penetró con dos dedos. Ella gritó, cerrando los ojos y retorciéndose, un grito ahogado de placer. Satisfecho, comenzó a acariciar con fuerza, de adentro hacia afuera mientras regresaba a tomar la pluma con su mano libre y volvía a marcar un camino de suaves caricias sobre los sensibles y endurecidos pezones de Vanessa. Y cada vez ella gemía más fuerte, cada vez respiraba de manera más agitada.

— ¡Para! —gritó ella, revolviéndose contra la cama, explosiones de un placer nunca antes sentido estallando en cada poro de su cuerpo caliente— ¡Por favor!

—Mírame —ordenó, deteniendo lentamente los movimientos de su mano dentro de Vanessa, pero sin cesar la caricia de la pluma. Ella le miró, sonrojada—. Admítelo, te gusta. Te excitas incluso más por la maldita pluma.

—No… —gimió ella, mordiéndose el labio inferior cuando la pluma bajó hasta su sexo y acarició su clítoris. Sin poder evitarlo, gritó.

—Mírame y dilo —ordenó de nuevo Cristian, volviendo a entrar y salir con sus dedos del cuerpo de ella, la pluma acariciando aún el clítoris de Vanessa, que gemía casi descontrolada—. Di mi nombre y acéptalo. “Cristian, me gusta”. Dilo. Acéptalo.

Y no supo si era por el sonido de su voz, por el tono de sus palabras, por las palabras mismas o por todo en general, pero abrió los ojos y con voz temblorosa dijo:

—Cristian… no pares… me gusta…

Eso fue suficiente para él.

Dejó la pluma a un lado, se estiró y soltó el pañuelo que mantenía aprisionadas las muñecas de Vanessa. Ella lo miró expectante y él volvió a contraerse sobre ella, acomodándose entre sus piernas e invadiéndola de una sola embestida. Y ella gritó contra su oído, gimiendo su nombre y rogando por más. Le arañó la espalda con fuerza, arqueándose de placer cada vez que él, en toda su longitud, alcanzaba a tocar ese punto en el que ella veía puntitos de colores a través de sus párpados cerrados.

Cristian la penetró con fuerza, sintiendo los talones de Vanessa enterrarse en la parte baja de su espalda. Y mientras se hacía cada vez más y más espacio en su interior ella le arañaba con más fuerzas, se inclinaba para morder su cuello y gritaba su nombre otra vez. Y él tenía que admitirlo. Sentirla tan estrecha, tan descontrolada debajo de su cuerpo lo ponía incluso más caliente de lo que ya estaba. Se sentía incapaz de poder pensar en otra cosa que en el maravilloso cuerpo de ella explotando en oleadas de placer bajo él.

Justo cuando Vanessa pensó que iba a tocar el cielo, él se detuvo y la abrazó con fuerza. Confundida incluso en la bruma del deseo abrió los ojos, dispuesta a preguntar con el poco aliento que podía llevar a sus agotados pulmones. Pero antes de poder decir una palabra, Cristian giró sobre el colchón, dejándola sobre él y aferrando sus caderas con ambas manos. Vanessa lo miró, sus ojos obnubilados por el deseo al igual que los de él, toda vergüenza desaparecida.

—Me hacía ilusión verte así, sobre mí —susurró Cristian—. No tienes idea lo sensual que te ves sobre mí, Vanessa…

Ella se arqueó, solo su nombre susurrado por esa voz dulce y masculina haciendo arder incluso más su piel en una caricia prohibida. Apoyó ambas manos sobre el abdomen de él, sintiendo como las manos de ese hombre que la volvía loca se atenazaban con más fuerza en sus caderas. Seguramente esa presión dejaría marcas en su piel, pero no le importaba. Comenzó a mecerse de arriba hacia abajo, sintiéndolo incluso más profundamente. Los gritos y gemidos no tardaron en llenar la habitación.

Era la imagen más erótica que había visto en su vida. Ella, con los ojos casi cerrados, mirándolo a través de esas oscuras pestañas, reflejando en esos ojos incluso el deseo que él sentía quemándole las venas desde que la conociera. Ahora más que antes, al verla desatada y liberada se sentía más atraído. Se sentía como un oso atraído por una pieza enorme y deliciosa de ciervo. Cierva, en el caso de ella. La cierva más sensual que había cazado.

Quizás fue porque jamás antes había experimentado aquellas explosiones de placer, pero no pasaron demasiados minutos hasta que Vanessa explotó en un orgasmo demoledor, una explosión que conectó todos sus nervios, volviéndola hipersensible a cualquier caricia. Y él la siguió, enterrándose más profundo en ella, presionando más fuerte sus caderas con los dedos, susurrando su nombre con los ojos cerrados. Y ella se derrumbó sobre su pecho, respirando agitada, totalmente agotada. Cristian no perdió tiempo en abrazarla, presionándola contra su pecho.

Adormilada sintió los dedos de él, dejando lánguidas caricias en su columna, provocándole cosquillas. Lo ignoró, cerrando los ojos y dejándose llevar por el sueño. Por lo menos ya no le dolía la cabeza.

Cuando abrió los ojos se encontró sola en su cama, tapada con las mantas hasta poco más arriba de la cintura y teniendo más calor y hambre del que había sentido en su vida. Suspirando se sentó, sujetándose la cabeza con una mano y rogando por tener un cigarrillo entre sus dedos en ese minuto. Miró el reloj de pared, viendo que apenas eran las diez de la mañana. Y hubiera creído que todo era un sueño de no haberse encontrado desnuda en su cama.

—Soy la mujer más estúpida de todo el mundo —gruñó, escondiendo el rostro entre las manos—. Realmente estúpida, torpe…

— ¿Siempre maldices luego del buen sexo? —Vanessa levantó la mirada, encontrándose de lleno con él. Cristian la miraba con expresión divertida y, para su consternación, solo llevaba puestos los pantalones— Porque no me importa lo que digas, lo de anoche fue genial. Tenemos que repetir lo de las plumas otra vez, me dejaste intrigado.

— ¿Qué? —inquirió ella, su boca cayendo abierta de la impresión.

—Jamás pensé que fueras tan sensible y, ciertamente, tengo mucha curiosidad en saber en qué otros lugares eres tan… sensible —él caminó hasta ella, por lo que Vanessa solo sujetó las mantas con más fuerza, tapándose todo lo que podía—. No seas mojigata, si ya vi todo anoche.

— ¡Cristian! —chilló, tratando de esconderse mientras él se colaba en la cama junto a ella. Cuando sintió las manos de él agarrándola de la cintura, casi saltó de la cama— ¡¿Qué crees que estás haciendo?!

—Voy por el segundo round, ¿no es obvio?


Y a pesar de que quiso gritar, maldecir y patalear, pronto se encontró sometida otra vez bajo ese cuerpo caliente que despertaba emociones inexplicables en ella.